Comentario
Después de siglos de pintura occidental en trompe l'oeil (engaño a los ojos), René Magritte (1898-1967), un belga adscrito en 1927 al grupo surrealista, la plantea como un trompe l'esprit (engaño de la mente): "El arte de la pintura es un arte del pensamiento, cuya existencia pone de manifiesto la importancia que tienen en la vida los ojos del cuerpo humano", escribía en "Le vrai art de la peinture".Magritte se estableció en París en 1927, tras el fracaso de una exposición en Bélgica; allí, por medio de E. L. Massens, un músico discípulo de Satie, entró en contacto con el grupo surrealista, Breton, Eluard, Arp, Dalí y Miró, con los que se reunía en el café Cyrano y con los que mantuvo buenas relaciones hasta 1930. Magritte venía a llenar muchas de las aspiraciones de Breton en lo que para él debía ser una plástica surrealista y, especialmente, en la relación entre imágenes y palabras, en las que el pintor siempre introducía elementos de ambigüedad, inquietud o franca contradicción. Para Breton, que utilizó en 1934 el cuadro de Magritte Le viol (1945, Bruselas, colección particular) como portada de su libro "¿Qué es el surrealismo?" éste era el único artista "capaz de detectar las posibilidades de relacionar palabras concretas de gran sonoridad... con formas que las niegan o que, al menos, no se corresponden con ellas racionalmente".Dos años antes de establecerse en París, Magritte había llegado a un punto crucial para la génesis de su obra: "Decidí en 1925 no pintar los objetos más que con todas sus particularidades visibles". Así, y sin olvidar su experiencia de tres años atrás en una fábrica de papeles pintados, ni su trabajo en carteles y anuncios, empezó a practicar una técnica deliberadamente banal, carente de estilo, basada en la representación precisa y detallada de las figuras y los objetos, de una manera simplificada, sencilla y fácilmente comprensible por cualquiera, popular. Pero esa representación clara, objetiva y fría, intemporal, heredera ella también de Chirico -cuyo Chant d'amour (1914, Nueva York, MOMA) le había impresionado -, se aliaba a unos pocos elementos que se repiten una y otra vez de manera obsesiva y constituyen un repertorio de imágenes limitado y recurrente. Y se repiten en asociaciones absurdas e incongruentes. Cada objeto, cada imagen en sí, aislada, tiene plena coherencia; en un primer vistazo todo está en orden, pero una segunda mirada, la combinación de las cosas en un contexto insólito, con alteraciones de escala en muchas ocasiones, convierten el universo en algo desordenado, incomprensible, en una especie de recuerdos de un sueño, en situaciones sólo posibles en los sueños o en evidencias que sólo aparecen con nitidez en los sueños.Magritte, sin embargo, no estaba especialmente interesado en el automatismo psíquico -en "Le Vrai Art de la Peinture" critica los campos magnéticos del azar -; más bien se consideraba un hombre que pensaba y exponía sus pensamientos a través de la pintura como otros lo hacen a través de la palabra. Y en sus cuadros lo que se contrapone son elementos conceptualmente distintos: cuando confunde -o quiere que confundamos- el día con la noche, el cuadro con el paisaje, el interior con el exterior, la imagen con la palabra, está apelando a la inteligencia, no a la mirada; al pensamiento, no al ojo. No hace un trompe l'oeil, sino un trompe l'esprit. Y la imagen resulta más inquietante, incluso más aterradora, por lo lúcida.Magritte también, como casi todos los surrealistas, empezó a desbrozar caminos que se empedraron más tarde: cuando escribía debajo de la representación de una pipa en un cuadro algo tan obvio como Ceci n'est pas une pipe, no sólo estaba poniendo en cuestión la existencia misma del cuadro y preparando el terreno a Kosuth y sus sillas, además estaba abriendo la puerta al arte conceptual.En Bélgica hubo otro pintor que se subió al carro del surrealismo, un poco más tarde, a mediados de los treinta, cuando éste ya paseaba su triunfo por todas partes, Paul Delvaux. Había estudiado arquitectura, pero la visión de Chirico y Magritte en 1926 le decidió por la pintura. Estos, junto a Dalí, son sus fuentes básicas: de ellos toma los espacios desolados, las arquitecturas con perspectivas profundas y la atención a los detalles. A ello une su visión de Italia: plazas y arquitecturas de aire manierista y, sobre todo, su mundo propio de ensueños y pesadillas en las que el amor y la muerte son protagonistas. Mujeres desnudas o extrañamente vestidas caminan casi flotando, como sonámbulas, por escenarios nocturnos y silenciosos de muerte o de sueño. La arquitectura juega un papel importante en sus cuadros y sirve, como ha señalado Marchán, para hacer la imagen intemporal, pero también para trasladarla al terreno de la fantasía erótica, al terreno del deseo propio de los sueños. El tema de este pintor, como Los amantes, de Magritte (1928, Nueva York, colección particular), es la imposibilidad radical de comunicarse, la imposibilidad de la fusión amorosa.